Durante el Medioevo, el curriculum universitario, llamado trívium, incluía tres materias principales: gramática, dialéctica (lógica) y retórica. El orden era fundamental, puesto que una disciplina construía su base sobre la anterior. En este sentido, se enseñaba gramática para que los estudiantes pudieran entender adecuadamente las reglas semánticas básicas para el uso adecuado del lenguaje.
Después de haber estudiado gramática, el estudiante pasaba a estudiar los elementos sintácticos del pensamiento con la lógica, la cual enseña orden y claridad argumentativa. Finalmente, la aplicación de las disciplinas anteriores es la retórica, la cual trataba de dar una coherencia lógica al discurso, con el fin de poder informar, motivar o persuadir.[1]
En este sentido, mucha de la educación de hoy en día ha dejado de implementar el estudio del trívium. Sin embargo, es indubitable que el estudio de éste es (y ha sido en muchas ocasiones) benéfico para el estudio paralelo de la homilética (el arte de la predicación), particularmente con relación a la retórica. Por ende, trataré de esbozar, a muy grandes rasgos, algunos de los elementos estructurales más significativos del estudio de la retórica, tal y como se percibía en la Antigüedad.
Los elementos estructurales de la retórica son primordialmente el ethos, el pathos y el logos. En primer lugar, el ethos consiste en determinar la congruencia del carácter de la persona que da el discurso con el contenido del discurso dado. En otras palabras, dirigido a un sermón, el testimonio de la persona que predica es un aspecto fundamental para la prédica misma. Si un pastor, ministro o cura da un sermón u homilía particular sobre la importancia de tener un matrimonio de acuerdo con la Palabra de Dios, y es bien sabido que éste maltrata a su esposa con bastante severidad, entonces el ethos es el elemento que está carente en este discurso, al margen de qué tan bien estructurado y elegante esté su sermón. Si el testimonio de una persona no es congruente con su predicación, la congregación no se persuadirá con las palabras del discurso en cuestión. Por eso, así como la fe sin obras es muerta (Stg. 2:17) también la predicación sin testimonio es muerta.
En segundo lugar, el pathos[1] consiste en determinar cuál es la audiencia y cuáles son las emociones de ésta para utilizarlas a favor del orador, para efectos de persuasión y motivación. Es menester ser precavidos en este punto, puesto que podemos caer en por lo menos dos extremos. Por un lado, se puede caer (como llega a ocurrir en ciertas iglesias) en “emocionalismos” vacíos. Es decir, es posible que se utilice un discurso muy emotivo para tratar de conducir a ciertas personas a hacer o creer algo en un momento dado. Sin embargo, una vez que la euforia de la situación ha pasado, no hay un impacto genuino en la vida de las personas de la audiencia que experimentaron la euforia.
Por otro lado, el ser humano ha sido creado de forma integral. Si bien es un vicio apelar sólo a las emociones de la gente, también es un vicio el no hacerlo jamás, dado que somos también seres emocionales. Es importante recordar que Pablo tenía en cuenta cuando les hablaba a los judíos o a los romanos, y el discurso que utilizaba tomaba en cuenta a su audiencia. En Atenas, por ejemplo, Pablo apeló a “sus propios poetas,” (Cf. Hechos 17) lo cual seguramente generó emociones de carácter patriótico y nacionalista. Por lo tanto, es de suma importancia para el predicador entender a qué audiencia le habla, y cuáles son sus necesidades. Una vez habiendo hecho esto, el resto le corresponde totalmente a Dios, pues el Espíritu Santo es el que escudriña los corazones.
Finalmente, hay que esbozar la parte más substancial de todo el análisis de los elementos estructurales de la retórica: el logos. Para poder evitar caer en “emocionalismos vacíos,” es vital poder decir algo que no esté cargado sólo de elementos emotivos, sino que también conlleve el mensaje. El logos es pues el mensaje que se quiere hacer llegar a la audiencia. Uno puede tener un excelente testimonio y saber perfectamente a quién se le está hablando, pero si el mensaje es falso o deficiente, lo demás será en balde. El logos que el predicador debe poder transmitir es la verdad del evangelio. En otras palabras, se podría decir que el logos (mensaje) de toda predicación siempre tiene que tener por objeto al Logos (la Palabra encarnada).
Oro para que el Señor nos permita formar un carácter cristo-céntrico, que nos de la sabiduría para poder discernir la necesidad emocional y espiritual de la iglesia, para que podamos compartir al Logos (Jn. 1:1) en todo su esplendor.
Capacítate
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