Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para vosotros en Cristo Jesús.
1 Tesalonicenses 5:18
Es imposible ver un noticiero donde los encabezados no hablen del COVID-19. El miedo reina y la incertidumbre opaca toda esperanza. El Fondo Monetario Internacional anunció que esta crisis ya es peor que la Gran Depresión del siglo XX. Los médicos discrepan sobre cuándo estará lista la vacuna y qué pasará cuando llegue la siguiente pandemia. Las economías más grandes del mundo sufren para mantenerse a flote mientras América Latina experimenta una crisis sin precedentes en diferentes áreas.
Pisemos el pedal del freno, solo por un momento. Sabemos que las cosas se han sentido diferentes y abrumadoras, pero eso hace que sea un momento ideal para parar, respirar, y crear espacio para reflexionar en este día memorial. Permitamos que el día de hoy nuestra mente reflexione en algunas de las maneras en las que Dios habla a las perturbadoras realidades de la pandemia del COVID-19.
Para empezar, considera estas reflexiones:
Cuando el impacto del COVID-19 se siente como si estuviéramos bajo el castigo de Dios, podemos pensar en el precio que Cristo pagó en la cruz.
Aunque nosotros, como infractores de la ley, merecíamos el juicio de Dios, Jesús pagó nuestro castigo por nuestro pecado. Nosotros lo debíamos, Él lo pagó.
Ahora ya no estamos bajo la ira de Dios (Ro. 1:18; 2:5-8; Ef. 2:2-3; 1 Ts. 1:10), recibimos diariamente bendiciones inmerecidas en y por Cristo (Sal. 103:10; Ef. 1:3).
Las pandemias y la pestilencia son síntomas de un mundo caído y descompuesto que gime por un Salvador venidero, pero definitivamente no son castigos personales para los creyentes.
Cuando sentimos la fragilidad y vulnerabilidad de nuestra vida (o las personas que amamos), podemos descansar en el refugio invariable/incondicional de Cristo.
Debido a que Cristo resucitó triunfante de la tumba, tenemos un Salvador resucitado que intercede por nosotros, el Espíritu Santo que mora en nosotros, un Padre Celestial que gobierna nuestras vidas, y la iglesia como refugio en este mundo lleno de caos.
Las pandemias no son aleatorias, sino una nueva ubicación y medio donde Dios trabaja en nosotros y a través de nosotros. Debido a Jesús, nos despertamos cada día con nuevas misericordias (Lm. 3:22-23) y como una nueva creación (2 Co. 5:17).
Por lo tanto, podemos regocijarnos en cualquiera que sean nuestras circunstancias (Sal. 136:1-26; Fil. 4:4). En Dios se nos promete un refugio seguro en medio de la crisis de hoy (Sal. 91:1 -16; Fil. 4:7), así como resistencia y esperanza para el futuro (Jn. 17:1-26; Jud. 24).
Cuando estamos tentados a sentirnos derrotados, podemos recordar la compasión que ofrece nuestro Salvador.
Cuando estamos confinados en casa, impotentes, temerosos, y económicamente indefensos, Dios nos recuerda que tenemos algo más satisfactorio que nuestra lucha nerviosa con la incredulidad: Tenemos un Salvador que es capaz de “compadecerse de nuestras flaquezas… que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado” (Heb. 4:15).
Por lo tanto, aunque la pandemia está dando un golpe duro, el amor de Cristo nunca falla, su sangre cubre donde somos infieles, y su compasión nos ofrece más que nuestras dudas. Jesús resucitó de entre los muertos, ascendió al Padre, y como nuestro gran sumo sacerdote, está orando/intercediendo por nosotros en este momento (Heb. 7:25).
Cuando la pandemia fomenta la soledad, podemos recordar la promesa de Dios de que nunca nos abandonará.
Cuando nos ponemos en cuarentena o practicamos distanciamiento social de casi 2 metros entre nosotros, es fácil sentir una creciente alienación. El que no conoció pecado se hizo pecado por nosotros (2 Co. 5:21). Él experimentó el exilio, para que nunca estemos solos. Aunque podamos sentirnos alienados, desorientados, y aislados, Dios nos ha acogido en su familia para siempre y desde mucho antes de esta pandemia (Jn. 14:18; Gá. 4:6).
El Salvador resucitado aseguró el derecho de hacer esta garantía: “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28: 20).
Cuando la preocupación en nuestras mentes amenaza con ser suprema, Dios nos da la libertad para llevar cautivos nuestros pensamientos ansiosos.
La meditación determina la dirección. En el Gólgota, el poder del pensamiento impío y destructivo fue estropeado. Ahora podemos poner la mira en cosas mejores ( 2 Co. 10:4-5; Col 3:2). Podemos intercambiar nuestra especulación temerosa por pensamientos superiores, de seguridad y alabanza a Dios (Fil. 4:8).
Cuando lleguemos al cielo nuevo y tierra nueva quizá veremos esta pandemia a través de los ojos de la eternidad y nos asombraremos de cómo Dios la usó para su gloria.
Cuando nuestra autoestima es atacada por la pérdida de empleo o roles reorganizados, ingresos, o ritmos, nuestra identidad sigue estando segura en Cristo.
Dios lo sabe y conoce todo (Sal. 139:1-4), y nos evalúa amorosamente y con gracia a la luz de su obra en la cruz (Col. 1:11 -12). Por medio de Cristo, Dios nos ha reclamado, y nos llama sus hijos (Gá 4:7). Esta pandemia puede conducir a una redirección divina, pero no es el final de nuestra historia (Jn. 21:15-19).
Las crisis como esta pandemia pueden hacer que miremos hacia atrás con anhelo o remordimiento: ¿Y si hubiera planificado mejor cuidar mi dinero? ¿Y si hubiera conseguido un trabajo más estable? ¿Y si hubiera sido más cuidadoso para lavarme las manos? Tales cosas encogen el alma bajo el calor marchitante del pensamiento sin Dios. Sin embargo, el evangelio nos afianza en la realidad de un Dios providencial que está obrando en todas las cosas para nuestro bien (Ro. 8:28). Dios nos mueve a pensar en el presente más que en el pasado y a preguntar: “¿Qué debo hacer ahora para agradar a Dios?” (Col. 1:10; Heb. 13:16) y “¿qué hace posible esta experiencia para la misión?”
Cuando la pandemia revela nuestro egoísmo, Dios reestructura nuestros afectos.
Debido a que Jesús murió y resucitó por nosotros, tenemos el poder de liberarnos de una vida consumida por uno mismo. La vida abnegada de Jesús nos enseña que la vida es más que nosotros mismos. En Cristo, y como parte de la iglesia, los intereses de los demás ahora son míos (Fil. 2:4).
Las pandemias no hacen colapsar a los cristianos. Más bien, podemos ver el coronavirus como una oportunidad para mostrar el amor de Cristo y las buenas obras a nuestros vecinos (Mr. 12:31; Stg. 2:14-17). Debido a que Él nos amó primero, podemos amar a nuestra familia, a nuestra iglesia, y al mundo como a nosotros mismos.
Finalmente, cuando el coronavirus revela la fachada superficial de nuestro mundo, podemos regocijarnos porque este mundo no es nuestro hogar ni vivienda permanente.
A veces estamos obsesionados con esta vida: nuestras casas, carros, entretenimiento.
Una pandemia puede romper eso. Pero eso es bueno, porque nuestra morada aquí es solo temporal (2 P. 3:13). Aquí no tenemos una ciudad permanente (Heb. 13:14), pero la obra completa de Cristo nos ha ganado un lugar con Dios para siempre (Jn. 19:30).
Nuestros corazones y mentes están cargados y saturados con noticias de cómo el COVID-19 está impactando este planeta. Jesús no nos promete una respuesta a cada pregunta, ni promete quitar nuestro sufrimiento, dolor, y aflicción en esta vida. Pero Jesús nos ofrece algo eterno hoy: el consuelo de la realidad del evangelio en la que nos ofrece su amor y su presencia, su descanso y refugio, una identidad segura, y la certeza de sus promesas.
De cara a estas reflexiones, en estos momentos brillan aún más las razones para dar Gracias a Dios el día de hoy.
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