De acuerdo con el diccionario la renovación es estrictamente “un concepto integral en la teología cristiana, que denota todos aquellos procesos de restauración espiritual que son subsecuentes al nuevo nacimiento y proceden de él.”[1] En ese sentido, el título de este escrito parece ser tautológico, puesto que uno no puede ser renovado sin Cristo. Sin embargo, es interesante analizar el contexto en el que Pablo nos dice que debemos renovarnos. El apóstol Pablo nos dice que debemos renovarnos por medio de nuestro entendimiento o mente (Ef. 4:23; Rm. 12:1-2). Es decir, antes de Cristo, nuestras mentes están manchadas por el pecado y nuestra tendencia es constantemente hacia el mal. Por el contrario, cuando Cristo nos redime, genera en nosotros las potencialidades necesarias para poder crecer en santidad de forma gradual. Así, como se ha mantenido tradicionalmente, la justificación es un acto inmediato, mientras que la santificación es un proceso paulatino, gradual y, en ocasiones hasta doloroso.
Ahora bien, ¿en qué consiste esta renovación? El apóstol Pablo nos dice en la epístola de Romanos lo siguiente:
Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta. [1]
De primera impresión parece curioso que Pablo utilice palabras como razón y entendimiento. No obstante, cuando se analiza con cuidado el mensaje del evangelio de forma integral, se entiendo que Jesucristo nos salva en todo nuestro ser. Salva nuestra voluntad; salva nuestras pasiones; y salva nuestro intelecto. Por ende, Dios nos manda a utilizar todas nuestras capacidades, incluyendo las cognitivas, para tratar de aprehender cuál es la voluntad de Dios. Entonces, yo veo dos cuestiones fundamentales de la renovación. Una vez que Jesucristo nos ha redimido, el primer paso es realizar un análisis exhaustivo de nuestra vida en términos teóricos. Es decir, tenemos que ver qué es lo que hemos estado haciendo mal en nuestras vidas. Este ejercicio tiene que ser hecho por medio de nuestro razonamiento sometido a las Sagradas Escrituras, para que podamos discernir con mucha claridad lo bueno de lo malo; esto es a lo que las Escrituras llaman usualmente sabiduría.
Sin embargo, habiendo ya entendido claramente la dirección que se debe tomar, nuestra voluntad debe someterse a esa aprehensión mental ya establecida por el intelecto. Si bien esto puede parecer una cosa sencilla, la verdad es que es lo más difícil en ocasiones. El mismo apóstol Pablo nos dice que la voluntad es un paso fundamental para hacer el bien que Cristo nos ha ya mostrado, y ésta no siempre se somete a la mente (Rm. 7:19-25).
Por estas razones, tenemos que crecer en virtud, lo cual se logra, en buena medida con hábitos tanto intelectuales como de la voluntad. Mientras más sometamos nuestra voluntad y nuestra mente a la revelación de Dios más nos acercaremos a la estatura del varón perfecto (Ef. 4:13). Pero, esto sólo se puede lograr si nuestra relación con Dios crece. Crezcamos en nuestra comunión con Él, para poder llegar a glorificarle y gozar de Él para siempre, que es nuestro propósito eterno.
¡Capacítate!
Descontamos un excelente recurso (Hasta el último día de septiembre) para aprender más acerca del proceso de renovación por medio de Cristo:
[1] Guthrie, D. (2006). RENOVACIÓN. En E. F. Harrison, G. W. Bromiley, & C. F. H. Henry (Eds.), Diccionario de Teología (p. 524). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
[1] Reina Valera Revisada (1960). (1998). (Ro 12.1–2). Miami: Sociedades Bı́blicas Unidas.
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