Aquellos que trabajamos en Faithlife tenemos el privilegio de exponernos a un sin fin de recursos. La bodega digital de Logos cuenta con más de 150 mil recursos de consulta, una luz que ilumina todo ángulo de la Biblia y de la persona de Cristo. Sin embargo, nuestro aprecio no descansa en esto. Pues ni los recursos más vastos, ni el más rico de los entendimientos son suficientes para valorar la plenitud de Cristo.
Jesús proclamó que él era la luz en el mundo pero ante todo, insistió ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La importancia de su visita no descansa principalmente en su nacimiento, sino en su muerte. Por esta razón, los Evangelios gastan mucha más tinta describiendo el episodio de su muerte, que las porciones de su natalicio. Además, Jesús enmarcó su muerte como una de las ordenanzas a recordar por la iglesia, pero no así con su nacimiento. Pues ante todo, Jesús vino “a buscar y salvar lo que se había perdido”.
Esta semana detengámonos un momento para valorar a nuestro salvador. Esto no lo podremos hacer si dejamos de mirar la seriedad de nuestro pecado y de sentir la grandeza de nuestra culpa. Aquel que desconoce la grandeza de su perdición jamás podrá valorar la magnitud de su salvación. Entre más amargura siente el pecador más dulces le serán los brazos de su Salvador.
En esta semana, debemos identificarnos con el apóstol Pablo, quien a pesar de llamar a otros a seguir su ejemplo, y de destacar sobre el resto de los apóstoles como “aquel que había trabajo más que ellos”, no obstante, en la postrimería de su vida declara: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos, que Cristo Jesús vino al mundo a salvar pecadores entre los cuales yo soy el primero” (1 Tim. 1:15).
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