
Cientos, (y tal vez miles) de libros se han escrito sobre la predicación y el llamado a este magnífico ministerio. No es mi intención resumir, repetir ni destilar de los miles de consejos que podemos obtener como predicador enfrentando la oportunidad de exponer la Santa Palabra a otros. En realidad, pretendo compartir una experiencia propia de lecciones fundamentales para mi vida y las primicias que ha dejado la Suite de predicación.
El llamado a predicar Su Palabra es verdaderamente el más alto llamado que un hombre puede recibir.
En realidad, el llamado a enseñar o predicar en la iglesia de Cristo, es ser un vocero de Dios. Es el llamado a ser usado por Dios para comunicar a otros el mensaje que Dios quiere que ellos escuchen, en la manera que Dios quiere que se comunique, y con el efecto que Dios quiere que produzca. Es el disponerse en las manos de Dios para que, por medio del Espíritu Santo, un hombre se convierta en un heraldo de la verdad que ha sido declarada y escrita por Su soberana voluntad y para Sus propósitos eternos.
Es aquí donde quisiera traer la atención de aquellos que enfrentan, y tal vez hasta ambicionan, este gran llamado: ¿Somos conscientes del gran privilegio que es que a un hombre, débil y pecador como somos, se le asigne tal labor? Además, ¿Somos conscientes de la altísima responsabilidad correspondiente que significa ese llamado? Cuando un hombre se coloca detrás de un púlpito y abre su Biblia para leer un texto y exponerlo ante una asamblea de oyentes, no solo se coloca delante de hombres: principalmente se coloca delante del Dios que lo llamó y envió a predicar.
Esta realidad, este tema debe llevarnos a varias conclusiones y estas tienen que ver con una postura de humildad:
- Si somos llamados a ser voceros de Dios, entonces seremos sólo ministros y siervos.
- Si somos ministros y siervos en la predicación, entonces se requiere que seamos encontrados fieles.
- Si hemos de ser encontrados fieles, entonces necesitamos que Él nos haga capaces.
- Somos ministros, o sea, somos siervos, sujetos a la voluntad de aquel que nos ha llamado a su servicio. El privilegio que se nos ha concedido no es una posición de privilegio, sino un privilegio para el servicio. Hemos de ministrar Su Palabra, no la nuestra. Hemos de llevar Su mensaje, no nuestra opinión o entendimiento. Y aunque debemos aspirar a ser conocedores profundos y hábiles en el manejo de las Escrituras, no somos profesionales de la Palabra que discurrimos acerca de sus verdades con frialdad académica. Somos hombres retenidos por Su inescrutable gracia y misericordia para llevar a cabo una comisión imposible para cualquier hombre en lo natural (1 Co. 15:10).
Cuando subimos al púlpito, nuestro corazón y mente deben estar enfocados en el hecho de que somos solo siervos intentando servir al Dios del universo, como vasos de barro (2 Co. 4:7), suplicando que se nos dé su santa unción para poder serle útiles de alguna forma.
Ministros fieles
Por lo tanto, si somos solo ministros y siervos en la predicación, entonces se requiere que seamos encontrados fieles por parte de aquel que nos llamó a tal comisión. Y si el privilegio de este llamado es tan glorioso, entonces, podemos recordar y saber que al que mucho se le da, mucho se requerirá de él (Lc. 12:48). Por lo que, primeramente no debemos aspirar a tener un gran conocimiento (esto será una añadidura y fruto), sino una gran humildad y temor de Dios ante el prospecto de que un día hemos de dar cuenta ante su trono de toda nuestra labor (Mt. 12:36; He. 13:17).
No debe haber lugar para la vanagloria, ni para un sentido de auto-confianza en nuestra labor, más bien debemos buscar permanecer inclinados ante Su majestad y dependientes totalmente la ayuda que proviene de lo alto.
Todo lo que digamos mientras predicamos está siendo tomando en cuenta por Aquel a quien representamos.
Ahora, si lo que se requiere de nosotros es ser encontrados fieles, entonces brinca la pregunta, ¿Y podremos serle fieles? O sea, ¿tenemos la capacidad de serle fieles si la encomienda es tan sublime? La respuesta a dicha pregunta pareciera que es un definitivo NO. Hemos sido llamados para algo que trasciende nuestra capacidad natural. Somos hombres pecadores que siempre requerimos ser santificados por la sangre de nuestro Salvador Jesucristo. Somos hombres caídos con fallas, deficiencias, flaquezas y limitaciones, con corazones engañosos que nos traicionan y una naturaleza que resiste la voluntad de Dios.
Pero, eso es parte del asombro del llamado a la predicación. Dios ha asignado a dichos hombres caídos esa gran responsabilidad porque Él es capaz de capacitarlos y utilizarlos. La predicación ejemplifica el misterio de un Dios Todopoderoso, dignandose utilizar hombres débiles y faltos para sus propósitos eternos (2 Ti. 2:21). Tal y como Dios le afirmó a un joven Jeremías consciente de su incapacidad juvenil: Jeremías 1:7-9.
Necesitamos del Señor
Entonces, ¿podemos ser hallados fieles? La respuesta no es un NO, sino un SÍ condicionado. La clave para el joven predicador es procurar humildemente que Dios sea el que lo mande, que diga lo que Dios le mande, que Dios sea el que lo acompañe y que hable las palabras que el Señor mismo haya puesto en su boca. De nuevo, es aquí en donde se requiere humildad. Humildad para permanecer en dependencia, para buscar su capacitación, para escuchar humildemente sus palabras, y para buscar en oración suplicante de su presencia en nuestras vidas.
Si estamos siendo llamados a predicar Su Santa y preciosa Palabra, busquemos una postura de humildad y dependencia al autor de la Palabra que predicamos.
Te recomiendo mirar todos los recursos que puedes obtener en la Suite de predicación y podrás comprobar con asombro, lo que Dios puede hacer si aprendemos el arte de la predicación, aun con alguien como usted y como yo:
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