Hace algunos meses, México sufrió un temblor de gran magnitud, el cual destruyó muchos edificios al igual que una plétora de vidas humanas. Cuando ocurrió el temblor, yo mismo estaba en el segundo piso de un gran edificio, y mientras salía al pasillo pude vislumbrar cómo los pedazos de techo se comenzaban a desmoronar arriba de mí. Estaba aterrado; nunca había vivido algo así. Al mismo tiempo, a mi alrededor la gente corría, algunos lloraban, otros rezaban el padrenuestro, y algunos se desmayaron de la impresión. No es una sorpresa que muchos quedaran con estrés postraumático aún algunos meses después. Cuando estas situaciones ocurren, uno se percata con tremenda facilidad de la fragilidad de la vida; uno ve sus sueños más profundos de cara a la vida efímera y fugaz que se escapa delante de nuestros ojos. No en vano los pensadores medievales utilizaban la locución latina tempus fugit (el tiempo vuela). De igual forma, yo diría, vita fugit (la vida misma vuela), lo cual es parece ciertísimo después de vivir una experiencia así.
En retrospectiva, es indudable que hay un sinnúmero de reflexiones que se podrían expresar con base en esta experiencia. Sin embargo, me parece que las dos más importantes son la de la soberanía divina y la de la fragilidad humana. En primer lugar, es natural que la pregunta de la soberanía de Dios se suscite: ¿Dios permitió esto? Más aún, ¿acaso Dios providencialmente pre-ordenó que esto ocurriera? Las Escrituras son bastante claras. No hay ni un cabello de nuestra cabeza que caiga sin que Dios lo sepa y lo permita (Mat. 10:29-30). Dios es soberano, lo cual significa que Él puede hacer lo que le plazca. Si se analiza esta idea sin un entendimiento más profundo de aquél que es glorioso, amoroso, misericordioso, bondadoso, y demás, uno puede fácilmente deprimirse. ¿Acaso hay bondad en lo ocurrido? Las Escrituras nos informan que el Señor tiene planes más altos de los que podamos entender (Isaías55:8-9); Él es completamente soberano, y como diría Jonathan Edwards, nuestra vida pende de un hilo sujetado por el Señor. No obstante, es importante recordar también que no sólo es un Dios soberano aquel al que le servimos, sino también un Dios amoroso (Jn. 3:16) y que hace las cosas por un propósito (Ef. 3:11). Si bien el propósito no puede ser necesariamente comprendido por nosotros actualmente, el Señor en su tiempo nos ayudará a entender, ya sea en esta vida o la siguiente.
En segundo lugar, vivimos en una era en la que la tecnología y la ciencia han hecho tanto progreso que es muy sencillo “sojuzgar la tierra” (Gen. 1:28). En esta tarea, en muchas ocasiones nos olvidamos de que somos polvo, y que al polvo volveremos (Gen. 3:19; Ecl. 12:7). Muchas veces nos creemos todopoderosos; nos creemos superhumanos; nos creemos dioses. Sin embargo, sólo toma un simple temblor para despertarnos de nuestro sueño dogmático. La fragilidad humana es una característica inescapable de la condición humana. La muerte nos persigue desde la Caída, y sólo es Cristo Jesús el que nos puede liberar de esta muerte.
Por lo tanto, seamos sobrios. Recordemos que no hay dos vidas: vita fugit. Y, la que Dios nos ha dado, el tiempo que nos la haya dado, debe ser una vida que valga la pena, una vida dependiente de Dios y su soberanía. Una vida en la que nuestra preocupación sea el servir al Dios que nos dio la vida soberanamente.
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